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Julio Cortázar
Final del Juego
Indice
I
Continuidad de los parques (*)
No se culpe a nadie (*)
El río (*)
Los venenos (*)
La puerta condenada (*)
Las ménades (*)
II
El ídolo de las Cícladas (*)
Una flor amarilla (*)
Sobremesa (*)
La banda (*)
Los amigos (*)
El móvil
Torito(*)
III
Relato con un fondo de agua (*)
Después del almuerzo (*)
Axolotl (*)
La noche boca arriba (*)
Final del juego (*)
I
CONTINUIDAD DE LOS PARQUES
Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a
abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el
dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir
con el mayordomo una cuestión de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que
miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta
que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano
izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos.
Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión
novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea
a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el
terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de
los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por
la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y
adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero
entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una
rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias,
no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo
de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la
libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de
serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que
enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban
abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido
olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su
empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para
que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta
de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se
volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los
árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba
a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y
no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus
oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una
escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la
segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. la luz de los ventanales, el alto
respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una
novela.
NO SE CULPE A NADIE
El frío complica siempre las cosas, en verano se está tan cerca del mundo, tan piel contra piel,
pero ahora a las seis y media su mujer lo espera en una tienda para elegir un regalo de
casamiento, ya es tarde y se da cuenta de que hace fresco, hay que ponerse el pulóver azul,
cualquier cosa que vaya bien con el traje gris, el otoño es un ponerse y sacarse pulóveres, irse
encerrando, alejando. Sin ganas silba un tango mientras se aparta de la ventana abierta, busca el
pulóver en el armario y empieza a ponérselo delante del espejo. No es fácil, a lo mejor por culpa de
la camisa que se adhiere a la lana del pulóver, pero le cuesta hacer pasar el brazo, poco a poco va
avanzando la mano hasta que al fin asoma un dedo fuera del puño de lana azul, pero a la luz del
atardecer el dedo tiene un aire como de arrugado y metido para adentro, con una uña negra
terminada en punta. De un tirón se arranca la manga del pulóver y se mira la mano como si no
fuese suya, pero ahora que está fuera del pulóver se ve que es su mano de siempre y él la deja
caer al extremo del brazo flojo y se le ocurre que lo mejor será meter el otro brazo en la otra manga
a ver si así resulta más sencillo. Parecería que no lo es porque apenas la lana del pulóver se ha
pegado otra vez a la tela de la camisa, la falta de costumbre de empezar por la otra manga dificulta
todavía más la operación, y aunque se ha puesto a silbar de nuevo para distraerse siente que la
mano avanza apenas y que sin alguna maniobra complementaria no conseguirá hacerla llegar
nunca a la salida. Mejor todo al mismo tiempo, agachar la cabeza para calzarla a la altura del
cuello del pulóver a la vez que mete el brazo libre en la otra manga enderezándola y tirando
simultáneamente con los dos brazos y el cuello. En la repentina penumbra azul que lo envuelve
parece absurdo seguir silbando, empieza a sentir como un calor en la cara aunque parte de la
cabeza ya debería estar afuera, pero la frente y toda la cara siguen cubiertas y las manos andan
apenas por la mitad de las mangas, por más que tira nada sale afuera y ahora se le ocurre pensar
que a lo mejor se ha equivocado en esa especie de cólera irónica con que reanudó la tarea, y que
ha hecho la tontería de meter la cabeza en una de las mangas y una mano en el cuello del pulóver.
Si fuese así su mano tendría que salir fácilmente, pero aunque tira con todas sus fuerzas no logra
hacer avanzar ninguna de las dos manos aunque en cambio parecería que la cabeza está a punto
de abrirse paso porque la lana azul le aprieta ahora con una fuerza casi irritante la nariz y la boca,
lo sofoca más de lo que hubiera podido imaginarse, obligándolo a respirar profundamente mientras
la lana se va humedeciendo contra la boca, probablemente desteñirá y le manchará la cara de
azul. Por suerte en ese mismo momento su mano derecha asoma al aire, al frío de afuera, por lo
menos ya hay una afuera aunque la otra siga apresada en la manga, quizá era cierto que su mano
derecha estaba metida en el cuello del pulóver, por eso lo que él creía el cuello le está apretando
de esa manera la cara, sofocándolo cada vez más, y en cambio la mano ha podido salir fácilmente.
De todos modos y para estar seguro lo único que puede hacer es seguir abriéndose paso,
respirando a fondo y dejando escapar el aire poco a poco, aunque sea absurdo porque nada le
impide respirar perfectamente salvo que el aire que traga está mezclado con pelusas de lana del
cuello o de la manga del pulóver, y además hay el gusto del pulóver, ese gusto azul de la lana que
le debe estar manchando la cara ahora que la humedad del aliento se mezcla cada vez más con la
lana, y aunque no puede verlo porque si abre los ojos las pestañas tropiezan dolorosamente con la
lana, está seguro de que el azul le va envolviendo la boca mojada, los agujeros de la nariz, le gana
las mejillas, y todo eso lo va llenando de ansiedad y quisiera terminar de ponerse de una vez el
pulóver sin contar que debe ser tarde y su mujer estará impacientándose en la puerta de la tienda.
Se dice que lo más sensato es concentrar la atención en su mano derecha, porque esa mano por
fuera del pulóver está en contacto con el aire frío de la habitación, es como un anuncio de que ya
falta poco y además puede ayudarlo, ir subiendo por la espalda hasta aferrar el borde inferior del
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