Esoterismo - El Vuelo de la Serpiente Emplumada.A Cosani.doc

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Armando Cosani

 



 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


SERIE

ESOTERISMO

Y REALIDAD 12

 


 

 

 

                                                                                    Armando Cosani.

ÍNDICE:

 

 

 

 

 

 

LIBRO PRIMERO              4

 

LIBRO SEGUNDO              53

 

LIBRO TERCERO              73

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Primera edición : 1953, EDICIONES SOL

Segunda edición: 1978

Tercera edición : 1984

Cuarta Edición: 1989

EDITORA Y DISTRIBUIDORA Yug, S. A.

Hamburgo 290, Col. Juárez, 06600, México, D.F.

 

Prohibida la reproducción parcial o total sin permiso por escrito de la casa editora

 

Portada de Victor Goytia

 

Impreso y hecho en México

 

ISBN 968-7149-36-1

Sonó la primera Palabra de Dios, allí donde no había cielo ni tierra. Y se desprendió de su Piedra y cayó al segundo tiempo y declaró su divinidad. Y se estremeció toda la inmensidad de lo eterno, Y su palabra fue una medida de gracia, un des­tello de gracia y quebró y horadó la espalda de las montañas. ¿Quién nació cuando bajó? Gran Padre, Tú lo sabes.

Nació su primer Principio y barrenó la espalda de las mon­tañas. ¿Quiénes nacieron allí? ¿Quiénes? Padre, Tú lo sabes. Nació el que es tierno en el cielo.

 

Libro de los Espíritus, Códice del CHILAM BALAM DE CHUYAMEL

 

 

Y nadie subió al cielo, sino el que descendió del cielo, el hijo del hombre que está en el cielo. Y como Moisés levantó la ser-pierde en el desierto, así es necesario que el hijo del hombre sea levantado; para que todo aquel que en él creyere no se pier­da, sino que tenga vida eterna.

 

San Juan III 14-16

 

En todo momento dado todo el futuro del mundo está predes­tinado y existe, pero está predestinado condicionalmente; es decir, será este o aquel futuro según la dirección de los hechos en un momento dado, a menos que entre en juego un nuevo hecho, y un nuevo hecho puede entrar en juego sólo desde el terreno de la conciencia y de la voluntad que de ella resulte. Es necesario comprender esto y dominarlo.

 

P.D. OUSPENSKY, Tertium Organum

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

LIBRO PRIMERO

 

 

Nunca pude entender a este hombre extraño y de mesurada palabra que parecía deleitarse al confundirme con sus cáusticas y pa­radojales observaciones sobre todas las cosas. Causaba la impresión de ser un taciturno; pero, a poco de tratarle, no podía uno dejar de ad­vertir el hecho más extraordinario que he conocido en mi agitada vida: él era una sonrisa. Lo era de pies a cabeza. No sonreía, no pre­cisaba sonreír; todo él era esa sonrisa. Esta impresión me llegaba también de una manera muy curiosa y difícil de explicar. Diré úni­camente que la sonrisa parecía una propiedad natural de su cuerpo y que emanaba hasta de su modo de andar. Nunca le oí reír, pero poseía el don de comunicar su alegría o seriedad, según fuera el caso. Nun­ca le vi deprimido ni alterado, ni aun durante aquellos turbulentos días, hacia el final de la Segunda Guerra en que a consecuencia de una revolución política, yo fui a parar a una cárcel y él no hizo absolu­tamente nada por obtener mi libertad. Aun en este incidente demos­tró ser un hombre fuera de lo común. Y hasta parecía empeñado en que yo continuase preso, y cierta vez en que le reproché esta actitud, me dijo:

—Estas mucho mejor acá que allá fuera. Al menos acá estás bien acompañado y hasta es posible que despiertes.

—Pero si acá ni se puede dormir—, le dije.

—Eso es lo que tu piensas porque aún no sabes cuál de las ma­neras de dormir resulta más peligrosa y dañina a la larga. Hay quien vela contigo aun cuando duermes, y estás bien acompañado.

En el pabellón en que me encontraba yo preso habían también muchos hombres a quienes respetaba como valores intelectuales y cuyas conversaciones me resultaban interesantes. Con algunos de ellos jugaba interminables partidas de ajedrez, pero nuestras charlas se­guían siempre el rumbo de los acontecimientos políticos que habían culminado con nuestra prisión. Así se lo hice ver a mi amigo una tarde en que me visitó cargado de regalos de Navidad.

—Sigues durmiendo—, fue toda su respuesta.

Ese día charlamos durante un buen rato, Y se me ocurrió pre­guntarle:

—¿Cómo es que tu vienes a visitarme tan a menudo y no has desaparecido como los demás que huyeron en cuanto se enteraron de mi situación?

—Soy más que un amigo; yo soy la amistad que nos une.

No pude evitar una sonrisa con la que quise decirle que no era ese el momento adecuado para lanzarme sus paradojas, e insistí:

—¿Pero cómo es que sabiéndote mi más íntimo amigo la policía no te ha detenido?

Su respuesta fue tan incomprensible como todo lo demás:

—La amistad me protege. Y te protege a ti también, aunque en otra forma.

Y después de un instante de silencio, agregó:

—No me comprendes porque todavía dependes de ellos, Tal como ellos dependen de ti. Ni tú ni ellos dependen todavía de si mismos, pero todos ustedes están convencidos de lo contrario. Si solamente pu­dieran comprender esto, comprenderían todo lo demás a su debido tiempo.

Esto me sublevó y contesté violentamente; le dije que sus pa­labras eran muy interesantes como filosofía en las noches de hastío, pero que en las circunstancias en que yo me encontraba ya se con­vertían en una insoportable majadería.

—Además, —agregué muy exaltado y empleando términos imposi­bles de publicar— ¿Cómo voy a depender de éstos, que para lo único que sirven es para lamerle las botas a ese dictadorzuelo de opereta? O quizás también dependo de cuanto cretino se apoya en la fuerza y cacarea su popularidad cuando tiene la oposición amordazada.¿También dependo de aquellos que persiguen la inteligencia y hablan de progreso? No me llamaría la atención que así me lo dijeses ahora.

El me miró con su invariable y paciente sonrisa, escuchó hasta que hube terminado y ofreciéndome cigarrillos y lumbre contestó:

—Tú lo has dicho. También dependes de él y de muchas otras cosas más. Estos —e hizo un ademán significando a los guardias ar­mados que estaban al otro lado de la reja— lo apoyan con sus armas porque no pueden hacer otra cosa que obedecer a quien sepa man­darlos. Sin armas, sin uniforme y sin jefes, no serian nada. Se creen los amos de sus armas, pero en realidad son esclavos de ellas. Pero tú y los que acá están presos contigo son peores. Estos visten uniforme porque tienen miedo de andar solos en la vida, y porque no pueden hacer nada más productivo para el mundo; también llevan un unifor­me en la cabeza. Pero ustedes son peores; ustedes dicen que son hom­bres de intelecto y en realidad son unos majaderos enamorados de sus majaderías. Ustedes apoyan esta dictadura y cuanta dictadura hay; las apoyan mucho mejor y más eficientemente que los otros; su apo­yo ocurre de muchas maneras, pero principalmente por medio de la actitud de estúpida soberbia que los hace vivir de espaldas a la verdad. Y no sólo la apoyan, la fortalecen. Sí, ustedes son peores que los que honradamente son ignorantes. Y, sin embargo, ninguno de ustedes tiene verdaderamente la culpa.

Me dijo todo esto tan calmada y seriamente que yo quedé mudo.

Pasó un buen rato antes de que le preguntase:

—¿Qué es lo que ignoramos?

—Un hecho muy sencillo que en realidad es una verdad física, pero que todos ustedes creen que se trata únicamente de un precepto ético imposible de llevar a la práctica. Seguramente lo habrás leído u oído alguna vez: “No resistáis el mal”.

—Todos estos preceptos fueron dados al mundo por verdaderos sabios. Sólo un puñado de seres en la historia de la humanidad han podido descubrir que son verdades realmente científicas. La ciencia ordinaria, por cierto, negará esto porque cree que la ético es algo separado de lo que llama materia, sin advertir que es justamente lo que condiciona y vivifica la materia y hasta crea sus formas. hace mucho tiempo hubo un verdadero sabio entre los hombres de ciencia y se llamó Mesmer. La ciencia, o eso que llaman ciencia, lo persiguió y sus trabajos han sido ignorados. Es el destino de todo aquel que descubre la verdad. Hoy día el mesmerismo pasa por una forma de charlatanería, y lo curioso es que son justamente los charlatanes de La ciencia quienes más peroran contra la “charlatanería” de Mesmer.

 

Algunos que han estudiado a Mesmer para hacer curaciones magné­ticas se han aproximado a la verdad que él dejó oculta en sus aforis­mos. Pero solamente unos cuantos, muy pocos, han advertido que lo que es “si” también puede ser “no”, que el “si” es una verdad rela­tiva al “no”, como lo “bueno” es relativo a lo “malo”. Pero ya tendrás oportunidad de enterarte de esto porque al fin me has hecho una pregunta que vale la pena.

Debo confesar que las palabras de este amigo me parecieron siempre cosas de loco. Aquella tarde se marchó más contento y ale­gre que de costumbre, prometiéndome una nueva visita para dentro de dos días, cosa que, conforme a los reglamentos del penal, era suma­mente difícil. Cuando se lo observé, me dijo:

—Tú sabes andar en bicicleta, ¿verdad?

—Naturalmente—, le dije.

—Bien; quien sabe andar en su propia bicicleta puede andar en cualquier otra.

¿Qué diantres tenía que ver la bicicleta con su visita? Mu­chas veces me hice esta y otras preguntas surgidas de sus palabras. Aún sigo haciéndomela sin encontrar una respuesta adecuada. Debo también confesar que la razón me indicaba que este hombre era loco, pero yo sentía un singular cariño hacia él.

He querido representarlo así, actuando en una circunstancia importante de mi vida, en aquel acontecimiento que marcó el fin de una carrera a la cual yo había entregado todas mis fuerzas y todo mi entusiasmo. Fue en verdad un rudo golpe el que sufrí al perder aquella situación conquistada tras largos años de penosa labor; pero cuando le dije todas estas cosas a mi amigo, él se limitó a contestar:

—Es lo mejor que te podía haber ocurrido. Ahora sólo de ti depende que tu despertar no te cause mayores sufrimientos.

Y a continuación me dijo muchas cosas que en ese momento tomé como palabras con que él quería consolarme, al  insistir en que yo poseía ciertas cualidades personales indicativas de la promesa de un despertar.

Por cierto que este relato no tiene como finalidad hacer mi autobiografía, ni detallar los pormenores de mi agitada existencia antes y después de este acontecimiento. Y si debo anotar algunos hechos per­sonales es porque necesito proporcionar algunos antecedentes que expliquen a mi amigo, y que también sirvan para sustanciar los es­critos que me pidió que publicase en esta fecha “con la finalidad de aumentar el número de los nuestros”.

Recuerdo que cada vez que le pregunté lo que significaba con eso

de “los nuestros” y quiénes eran, me respondió:

—Una clase muy especial de abejas que se da sólo de vez en cuando y con grandes esfuerzos.

Tal fue la voluntad de mi amigo, y yo cumplo con ella no sola­mente por haber empeñado mi palabra, sino porque advierto en todo esto algo que quizás tenga un valor que a mí se me escapa. Aun es posible que alguno de los lectores sepa de que se trata, y pueda expli­carme a este hombre.

También es menester que haga una confesión: no sé cómo se lla­ma, jamás me dio su verdadero nombre, y, salvo una vez, a mi jamás se me ocurrió hacerle esas preguntas de rigor que exigen nombre y apellido, edad, nacionalidad, profesión, etc.

Quizás alguno de ustedes lo conozca o haya tenido noticias de él. Y digo esto porque en aquella oportunidad en que quise abordar este aspecto de su ser, dejé que vislumbrase mi interés por su origen y demás cosas que él nunca explicaba espontáneamente como por lo ge­neral lo hace todo hombre a fin de inspiran confianza a los demás. Mi amigo era muy diferente a todas las personas que he conocido en mi vida, y parecía no importarle absolutamente nada la impresión que causara. De modo que cuando surgió la cuestión de mi interés en su identidad, dijo estas enigmáticas palabras:

—Quien verdaderamente lo quiera, me puede conocer. Sólo hace falta quererlo para comenzar. Estoy en todas partes en general, y en ninguna en particular. A quien me llama, voy. Pero esto es sólo una manera de decirlo, porque la realidad es otra. Pocos me saben llamar; y suele ocurrir que cuando acudo a éstos, se espantan, pierden la ca­beza y comienzan a abrumarme con muchas preguntas: ¿Quién eres? ¿Cómo te llamas? ¿De qué vives? ¿En qué trabajas? Y así por el estilo. Nunca contesto estas impertinencias porque si el hombre no sabe lo que quiere, es mejor que tampoco sepa nada de mí.. Ocurre. también que aquellos que me buscan sin darse cuenta, o deciden no prestarme ninguna atención, o se lo atribuyen todo a ellos mismos. Los hay también que me consideran “malo”. Pero es solamente na­tural que así ocurra en esta época de franca degeneración de la inteli­gencia humana. Desbarato los sueños de los hombres y no les dejo una sola ilusión en pie. Pocos son los que se deciden a mantener el con­tacto conmigo, pero estos pocos son los verdaderamente afortunados, pues tienen la posibilidad de conocer el valor real de la vida. Claro está que este conocimiento tiene sus responsabilidades; pero ya te en­terarás de eso a su debido tiempo.

 

Recuerdo que en esta oportunidad le dije:

—Entonces me alegro muchísimo de no haberte importunado. Te ruego que disculpes mi curiosidad. No quisiera perder el contacto contigo por nada del mundo.

Ante estas palabras, él sonrió y agregó:

—Hay un medio sencillo de conservar el contacto conmigo: recor­dando. El recuerdo es el contacto con la memoria. En la memoria está el conocimiento o la verdad. Unirse de corazón a la verdad es lo trascen­dental. Disfruta de mi amistad mientras esté contigo. Te convendrá pro­curar entender las cosas que te digo y comprenderme. Todo esfuerzo que hagas en este sentido te será una positiva ganancia, aun cuando a me­nudo te parezca que toda tu vida se derrumba. Tú eres uno de esos que me han llamado sin darse cuenta cabal de que me buscaban. No me has abrumado con preguntas ni con pedidos necios. Pero debo adver­tirte que si bien tienes algunas cualidades que me conservan a tu lado, esas mismas cualidades me pueden alejar totalmente de ti si es que no despiertas. Al menos, si ahora despertases, y solamente de ti depende que lo hagas, no sufrirás lo que seguramente habrás de su­frir cuando debas permanecer solo y en silencio, como en el desierto. Yo sólo puedo acompañarte un tiempo. Si no aprendes a atesorar cuanto te doy, solamente tu tendrás la culpa de ello.

En aquella época me molestaba el tono protector con que me ha­blaba en estos casos. Su seriedad me parecía absurda y fuera de lugar. Muchos amigos y algunos de mis compañeros de trabajo sentían una marcada antipatía hacia él. Me preguntaban qué era lo que yo veía en este amigo y lo calificaban de “tipo raro”; algunos decían que no tenía sentimientos, que nada le conmovía. Pero yo sé que era un hom­bre lleno de amor. Cuando comenté las opiniones de mis amigos a raíz de un incidente social, me dijo:

—No te inquieten esas opiniones. Esos son la escoria del mundo, el verdadero mal de la sociedad humana. Siempre hallaras en sus bol­sillos las treinta monedas de plata. Nada tengo con ellos, nada quiero tener; están sometidos a otras fuerzas de las que podrían librarse si realmente lo quisieran, pero se han enamorado de sí mismos y con­funden el sentimiento con sus debilidades personales.

Pero será mejor y más práctico que haga un relato cronológico de los hechos.

 

Ingresé al periodismo porque tras una de las tantas guerras de este si­glo quedé con una pierna tan dañada que me fue imposible reanudar mi profesión en la marina mercante. El hecho de saber algunos idio­mas y de poder traducir el lenguaje cablegráfico y no redactar del todo mal, fueron factores que me ayudaron en esta empresa. Era am­bicioso, y quise hacer carrera porque sentía muy vivamente que la salud obraba en mi contra y que los años se hacían cada vez más breves. Renuncié a las aventuras y los goces que produce el viajar sin rumbo fijo, como cuando me enrolaba de tripulante en cualquier barco, en cualquier puerto, y también renuncié a la poesía y a mu­chas otras cosas que hasta entonces habían alegrado mi existencia. Era desagradable caminar apoyado en un bastón, y era aún más des­agradable tener a veces que recurrir a las muletas. No disponía del dinero necesario para que un especialista me tratase la pierna como era debido, y de mi patria había huido espantado ante la poco mater­nal protección de los hospitales militares. Tenía razones muy funda­das para ello. Había visto demasiadas cosas. Pero esto no tiene sino el valor de un antecedente personal.

El sueldo que ganaba era el mínimo. Trabajaba con deseos de prosperar y con entusiasmo. No sólo quería hacer una carrera y crear­me un nombre en el periodismo, sino que me daba cuenta también de que en tanto dependiese un día del bastón, y al siguiente de las muletas —según fuese la densidad humana en los tranvías en que debía ir y venir de mi trabajo— mis posibilidades en la vida estaban circunscritas a ser un traductor y nada más. Mi primer objetivo fue, pues, ganar dinero. Y como traía por herencia y por educación ciertas ideas religiosas, estimé que lo mejor era pedir ayuda al cielo. Pensé en hacer mis pedidos a alguno de los santos a quienes se atribuyen milagros, pero mi trabajo obró contra esta decisión. Las noticias infor­maban acerca de la situación mundial en vísperas de la segunda gue­rra y acerca de aquella lamentable comedia de títeres en Ginebra. Obraron poderosamente sobre mi ánimo y terminaron por minar mi creencia en los santos. No podía explicarme cómo era posible que con tanta oración, con tanta solícita rogativa a los santos, el mundo siguiese embarcado en una orgía de sangre que había experimentado yo en carne propia y acerca de la cual mi bastón y mis muletas hablaban elocuentemente, sin necesidad de que su verdad fuese corroborada por los agudos dolores que solía sufrir. En medio de todo esto, me conso­laba pensando que aún conservaba mi pierna y tenia una posibilidad de salvarla. Otros habían salido peor librados que yo, habían perdido o piernas o brazos con heridas de mucho menor importancia que las mías.

Todo esto, aparte de otras cosas demasiado intimas, determinaron mi ánimo de suerte que dejase a un lado la idea de pedirle ayuda mo­netaria a San Judas Tadeo, o a San Pancrasio, o a cualquiera de los otros santos que, en teoría y conforme a la propaganda religiosa, sue­len hacer milagros. Decidí presentar mis cuitas directa y personal­mente a Nuestro Señor Jesucristo. Al cabo, siempre había sentido que el “Señor Mío Jesucristo”, como “La Salve”, me conmovían poderosa­mente. Y así comencé a recorrer varios templos en busca de un am­biente adecuado hasta que di con uno en el cual había un bellísimo cuadro del Corazón de Jesús que dominaba el altar y la nave central.

Pero a esta altura se hace necesario que confiese que había dejado de acudir a misa los domingos y fiestas de guardar porque en esos días prefería quedarme en cama, en la modesta casa de pensión don­de tenía una pieza, a fin de darle un buen descanso a mi pierna. Además, sentía remordimiento de conciencia. Consideraba que los san­tos sacramentos me estaban vedados por siempre. Esto tenía su origen en la guerra. Tuve un choque violento con el capellán de mi unidad cuando, ...

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